El término “cultura”, siendo un término análogo, tiene connotaciones que le vinculan con remanentes de tradición que entrampan su definición en un aparente círculo vicioso. La sola referencia, trae consigo una carga connotativa, una herencia que no se resuelve con la sustancialización de la amalgama o del mestizaje. Cuando lo enunciamos, lo hacemos irremediablemente desde la tradición y la identidad.
Así como sólo desde nuestro hablar podemos reflexionar sobre el lenguaje, del mismo modo, únicamente desde la tradición que nos inscribe podemos preguntar por la cultura.
La tradición es lo originario. Siempre nos remonta a los orígenes. Su transitar desborda todo cauce y configuración determinada. No somos nosotros los que la escribimos, sino ella la que asigna nuestro modo de ser en el devenir de su narración. Por eso, la tradición tiene la inercia de la narrativa y la vida, la literalidad de la poesía.
La tradición no es atavismo ni cadena causal que determina nuestra identidad. Antes bien, tradición e identidad se abren paso en el escenario de lo no dicho, en aquellas playas con las que Foucault metaforiza la experiencia humana y que muestran cómo siendo la playa, no es ya ni el mismo mar ni las mismas arenas.
En la identidad confluyen todos los elementos constitutivos de lo que somos: psíquicos, sociales, gnoseológicos, éticos, políticos, estéticos y valoracionales. García Canclini lo expresa de una bella manera: La identidad es una construcción que se relata.
Entre la tradición y la modernidad. Los medios electrónicos de enlace y de almacenamiento de información dieron cumplimiento a la fantasía moderna de estar presente en múltiples lugares al mismo tiempo. La multilocación es, en realidad, la multiplicación de la mirada hasta poder observarlo todo en detalle, modificando nuestra representación espacio-temporal. La posibilidad de verlo todo y de disponer de toda la información de manera rápida y eficiente, pronto generaron la ilusión de la simultaneidad y de omnipresencia.
Con el advenimiento de los medios, lo que experimentamos no es ya el fenómeno de la comunicación, sino la existencia del otro a través de nuestra mirada. Por decirlo así, es saber que el otro me mira lo que me hace tomar conciencia de que también soy objeto, de que al ser mirado mi conducta se altera.
Esta presencia, inquietante y extraña en un principio, se cotidianiza, se normaliza. Así, lo que en un inicio es invasión, termina por convertirse en algo familiar. Es esa “mirada omnipresente” y esa “memoria” capitalizada en bancos electrónicos lo que constituye el estigma de nuestra época. El mundo se compara, se extraña, se mezcla, se asimila en el ir y venir de otros modos de vida, otras producciones, imágenes de otros pueblos. Es eso que se ha dado por llamar “globalización”. En esto consiste la modernidad cultural.
“La inevitable modernidad”, como la llama Roger Bartra; su rostro anglosajón ha invadido el territorio mexicano con sus variadas producciones (cine, música, televisión, etc.), llenando a sus pobladores de nuevas fantasías y frustraciones. Esta irrupción ha provocado el desmantelamiento del discurso oficialista de la identidad nacional (autoritarismo disfrazado de nacionalismo), generando la disociación entre nación y sociedad moderna. Pero ya nada puede detener la transformación cultural. La identidad del mexicano ha dejado de ser una política de Estado para permitir el libre flujo de la construcción simbólica, desarticulando las categorías nacionalistas
La modernización, parámetro de lo actual (o viceversa), como señala Monsiváis, nos seduce, nos confronta. Esta presencia seductora de otras formas de vida y de consumo, aparecen como una seria amenaza para lo regional: su cultura, su identidad y sus tradiciones. La imitación es alienación y el consumo es asimilación. Esta preocupación ante el peligro de dejar de ser lo que somos, ésta pérdida gradual de nuestro universo simbólico, ha propiciado que diversos autores se hayan dedicado en los últimos años, a reflexionar sobre lo que esto significa.
En términos generales, suelen definir la cultura como el conjunto de simbolizaciones, significados, valoraciones, normas y comportamientos propios de una comunidad social, dada en un espacio y en un tiempo. De esta manera, la cultura actúa como un vínculo de sentido y normatividad que marca las reglas del juego. La cultura es dinámica. Se transforma constantemente: cambian hábitos, ideas, las maneras de hacer las cosas y las cosas mismas, para ajustarse a las transformaciones que ocurre en la realidad y para transformar a la realidad misma.
La defensa de la cultura e identidad propias, ha conducido, al consenso de un rechazo a la concepción de la Cultura como un producto aparte de la vida misma y sus vicisitudes, desde lo más inmediato hasta lo más abstracto, como lo señala García Canclini:
La cultura designa, en la actual perspectiva, la dimensión simbólica presente en todas las prácticas de todos los hombres, con lo cual a la vez que se afirma su imbricación en lo económico y social se crea la posibilidad analítica de distinguirla.
La paradójica cercanía de lo extraño instaura una nueva dinámica social: la desterritorialización; una presencia “virtual” que prescinde ya de la simbolización territorial y se abre a nuevos vínculos y reconocimientos. Se percibe, en el proceso de globalización, un “descentramiento” y “deconstrucción” de la cultura occidental, propiciando un cambio significativo tanto en las cosmovisiones como en los usos y hábitos.
Así, en “este bricolage donde se cruzan diversas épocas y culturas antes alejadas”, la globalización ha de pasar por el caos inicial generado por el desborde de los límites territoriales de la cultura:La heterogeneidad cultural semeja la implosión de significados consumidos, producidos y reproducidos y la desestructuración concomitante de representaciones colectivas, los problemas de la identidad y su búsqueda, una confusión de demarcaciones temporales, parálisis de la imaginación creativa, pérdida de las utopías, atomización de la memoria local, caducidad de las tradiciones.
En este escenario, la identidad no será ya una adversativa irreductible y excluyente entre la tradición y la modernidad; por el contrario -asevera Giménez-, la interacción cultural conduce cada vez más a una reafirmación de las identidades étnicas y regionales, la globalización económica y la internalización de la cultura, lejos de conducir a la liquidación de los particularismos locales y culturales, contribuirá (como ya está ocurriendo) a su reafirmación y revitalización.
Tal vez, se podrá llegar al momento en que ya no anhelemos lo otro como algo novedoso y seductor, simplemente porque ya no será algo desconocido
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